domingo, 14 de abril de 2013

Pequeña sonrisa de Amelie.

"Y entonces la vi. Habían pasado meses, tal vez años, pero allí estaba ella, con aquella sonrisa familiar que ayer mismo besaba. Con el pelo, más dorado que nunca, cayéndole sobre los hombros en una cascada infinita, y los ojos casi negros en los que, si mirabas bien adentro, aún podía verse la herida que le dejé en el alma.
La observé de la mano con un hombre que no era yo, mirándolo con esa intensidad que un día reservaba solo para mí. Y la vi reír, echando la cabeza hacia atrás, ondeando el cabello; y escuché su risa, que se me antojo lejana y al mismo tiempo propia y, en ese instante, tuve dos certezas.
La primera, que tras tanto tiempo de silencio, con el corazón falsamente reavivado con amores ilusorios y caricias vacías, jamás dejé de amarla, y así seguiría haciéndolo hasta que se marchitase mi alma. Y pensé en la mujer que me esperaba en casa, a la que de algún modo quería, y comprendí, como quizás siempre había hecho, que ni en toda una vida podría sentir con ella lo que sentí en aquel instante eterno contemplando a la que hubo de ser el amor de mi vida.
La segunda, y esto lo supe por la manera en la que ella se movía, por cómo se reía, con aquella felicidad tan plena y, al mismo tiempo, teñida con un deje de amargura que probablemente nadie más percibiría nunca, que la rompí tan profundamente y tantas veces que ya jamás volvería a ser la que fue, aquella que tanto amé. Y supe, con una de esas revelaciones tan dolorosas como certeras, que ella ya no era mía, que tal vez nunca lo fue, y que aquel sentimiento que nos unía, demasiado complejo para ser llamado amor, estaba condenado a vivir eternamente en la incertidumbre de aquello que pudo ser y no fue o, siendo quizás más fiel a la realidad, de aquello que fue y no pudo ser".

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