sábado, 4 de mayo de 2013

De pérdidas ambiguas.

Por primera vez en cuatro años, te vi y no te besé. Por primera vez, tus palabras no me hicieron cambiar de opinión, no me revolucionaron la vida ni provocaron que lo mandase todo a la mierda. No dudé, ni si quiera un segundo, ni si quiera cuando te plantaste bajo mi casa y me subí a tu coche, como tantas otras veces. Durante estas semanas he tenido miedo al momento en que volvieras y me mirases a los ojos; me asustaba que en ese instante mis defensas flaquearan, los sentimientos se removieran en mi interior y cediese ante tus ensayadas palabras de engatusador experimentado.
Pero nada de eso ocurrió. De repente, sin saber cómo, me encontré frente a una persona que me era completamente desconocida. Me tocaste y solo experimenté rechazo ante una piel que mi cerebro no reconoció. Te miré a a los ojos y ya ni si quiera me parecieron iguales; seguían siendo azules, pero tenían algo diferente; el brillo, la intensidad, ya no estaba. Y me encontré en una situación que se me antojó lejana, como si no fuera yo quien la estuviera viviendo, como si simplemente fuera una espectadora que lo observa todo desde la inofensiva distancia.
Y no pasó nada. No hubo sentimientos imparables, ni ganas reprimidas, ni si quiera recuerdos. Solo una decepción que me dejó un regusto amargo en los labios, algo parecido a la resaca de los domingos. Siempre pensé que, después de tanto tiempo, esto tendría un final equiparable a la inmensidad del amor que sentimos, uno de esos que recuerdas toda la vida y que te hacen sonreír tristemente, de esos que a veces te asaltan de repente, en medio de la calle, se te atragantan en el pecho y no te dejan respirar, de esos que te provocan heridas incurables en el alma y te roban un pedazo de corazón que ya nunca recuperas. Hubiera sido bonito. 

Pero esto no fue un final inolvidable. 
Simplemente fue un final.


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